Amanecía. Los primeros rayos de sol se colaban por las ventanas de aquel encantador pueblecito despertando a todos los vecinos. ¡Qué día tan maravilloso! Pensó la joven dejándose acariciar por el calor del sol y el canto de los pájaros. El tiempo era tan estupendo que decidió ir a dar un paseo. Se vistió con su sencillo vestido y, sujetándose el pelo con un lazo, salió al aire libre. Caminó siguiendo el curso del río, deleitándose con los vivos colores de las flores y los destellos del agua. Nunca se había separado tanto de su casa pero no le importaba. Se sentó a descansar sobre una pierda que había junto al río y se puso a leer. De improvisto, una ráfaga de aire le revolvió los cabellos provocando que la cinta que los mantenía sujetos se desprendiera para seguir el camino que le marcaba el viento. Ella salió corriendo en su busca. Sin mirar la dirección en la que caminaba acabó adentrándose en la espesura de aquel frondoso bosque.
Cuando por fin logró atrapar la cinta se dio cuenta de que no sabía dónde se encontraba. Estaba completamente perdida. Sin dejarse vencer por la preocupación echó a caminar. Sólo tenía que averiguar donde estaba el río y, cuando lo encontrara, le llevaría hasta su casa. Pero, antes de conseguir su objetivo unas nubes grises ocultaron el sol y comenzó a llover intensamente. Vaya, una tormenta de verano, pensó la joven. Corrió buscando un lugar para guarecerse aunque, cuando lo encontró, era demasiado tarde. Estaba completamente empapada. Sus pasos, ávidos por intentar dejar atrás la tormenta, la habían llevado hasta un castillo de piedra gris y ventanas de alabastro. Intrigada, pues desconocía la existencia de aquel castillo, empujo la puerta con todas sus fuerzas. Para su sorpresa, cedió. Chirrió cuando sus bisagras, viejas y oxidadas, volvieron a moverse después de tantos años.
Se armó de valor y entró. Pasó el recibidor y llegó a un gran salón exquisitamente amueblado. La dejadez del lugar era evidente. Telas rotas y descoloridas, muebles llenos de polvo y carcoma. Pero, a pesar de ello, había algunos signos de que el castillo estaba habitado. Un libro a medio leer en la mesa, un plato con fruta recién cogida o varias velas encendidas eran algunos de ellos. Asustada por haber irrumpido en aquel lugar sin ser invitada se apresuró a volver al recibidor. Lo mejor sería pedir permiso al dueño.
-¿Hola? - el eco de aquel lugar le devolvió su voz tan nítida que se puso más nerviosa. - ¿Hay alguien?
Guardó silencio y esperó. Nada. Pero, cuando se disponía a dar media vuelta para marcharse, un ruido procedente de lo alto de las escaleras llamó su atención. Una puerta se estaba abriendo en algún lugar del segundo piso seguido por unos pasos que se acercaban. Ella, incapaz de moverse, no podía dejar de observar las escaleras. ¿Quién viviría allí? ¿Qué clase de persona sería? De repente los pasos cesaron y una figura apareció en lo alto de las escaleras. Comenzó a bajar lentamente sin quitarle los ojos de encima a la muchacha.
Era un joven muy apuesto, con el cabello largo y liso cayéndole por los hombros. Sin embargo sus ropas estaban descuidadas y raídas. Como si llevara muchos años vistiendo las mismas. Pero, lo que más le llamaba la atención eran sus ojos azules y brillantes como el más puro océano bañado por la luz del sol. Por un momento se perdió en aquellos ojos tan cautivadores. Su gesto, duro y serio, con el ceño fruncido y los labios apretados en una mueca de leve descontento.
-¿Quién eres y que haces en mi castillo? - La observó detenidamente mientras lanzaba su pregunta.
Aquella joven era realmente hermosa. De labios carnosos y rosados, de piel blanca y lisa y de ojos grandes y claros. En verdad era muy atractiva. Aunque, lo que más deliciosa a la vista la hacía parecer era ver como sus ropas empapadas se apretaban contra su cuerpo y marcaban todas sus curvas.
Un tremendo nerviosismo se apoderó de ella al ver como el joven la observaba. Parecía que la devoraba con la mirada. Él se acercó más y más hasta que sus cuerpos estaban separados apenas por unos diez centímetros. Ella quería echar a correr. Huir de allí con toda la velocidad que le permitieran sus piernas, sin volver la vista atrás apenas un segundo. Pero, por alguna inexplicable razón se sentía incapaz de hacerlo. Estaba allí, clavada, sin moverse, sin ni siguiera contestar.
- ¿Quién
eres y que haces en mi castillo? - volvió a preguntar mientras,
lentamente, girando a su alrededor.
- Yo...
yo soy.... - balbuceó.
- Tranquila,
no voy a morderte – con dedos firmes la agarró de la barbilla y
la obligó a mirarle a los ojos. - Al menos no por el momento.
- Vaya,
parece que no vasa decir nada. Bueno, vamos a ver si tu lengua se
desenvuelve mejor dentro de mi boca.
Hacía tanto tiempo que él vivía solo en aquel castillo que ya no recordaba lo que era sentir el roce de otros labios. Parecía que la chica no se resistía a sus besos así que... ¿por qué no probar más cosas?
Decidido le agarró la parte de arriba del vestido y estiró con fuerza hasta desgarrarlo, dejando así a la vista sus firmes pechos. Ella gritó ante un movimiento tan brusco e intentó ocultarse los pechos con las manos aunque fue inútil. Con un pedazo de tela que se le había desprendido del vestido desgarrado le sujetó las muñecas a la espalda para evitar que intentara cubrirse otra vez. Después la levantó del suelo y la llevó al salón principal, donde la sentó en un gran sofá de madera oscura y tapizado en rojo. Encendió varios candelabros y corrió las tupidas cortinas. La estancia se llenó de una tenue luz amarillenta y titilante. Volvió al sofá y se arrodillo delante de ella.
- Por
favor... déjame marchar...
Los muslos le rozaban las mejillas. Devoraba su sexo con el ansia de los años sin probar bocado. Ya así se había olvidado de aquel sabor tan exquisito. ¿Cómo había podido dejar de lado todo aquello? Introdujo dos de sus dedos y abrió su sexo para poder penetrarla con su lengua profundamente. Ella gritó, se revolvió y unas lágrimas se escaparon de sus ojos. Todo inútil.
- Tranquila
pequeña, prometo que vas a pasártelo bien.
- Lo
siento pero has entrado en el castillo sin mi permiso y debo
castigarte por ello.
- Por
favor... ya basta... - suplicaba ella con los ojos llorosos.
- Esta
bien, ya paro. Pero a mi no me engañas. Se que lo has disfrutado.
Mira lo mojada que estás. - Introdujo dos de sus dedos fácilmente
dentro de ella para corroborar su afirmación. Fue lo que necesitaba
para terminar de rendirse.
- Por
favor... fóllame. - Suplicó ella en voz baja.
- Dilo
más alto. Casi no te he oído.
- Fóllame...
- -¡Más
alto!
- -¡Fóllame!
Al final él, agarrándose de las muñecas de la muchacha, le introdujo el miembro con toda la fuerza de la que fue capaz y lo mantuvo bien profundo mientras expulsaba todo su orgasmo dentro de ella. Cuando acabó le desató las muñecas y se apartó de ella.
-Ya puedes marcharte – le dijo – y, si vuelves a colarte aquí ya sabes lo que te pasará.
Y ella, recogiendo lo que quedaba de su vestido, se marcho pero, quien sabe... quizá volviera a perderse por aquel oscuro castillo...
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